UN CUIDADOR MUY SEGURO

 El castillo tenía dos puertas: una para la familia del rey y otra para todas las

personas desconocidas que deseaban pasar. Quien quisiera entrar, debía enfrentar a Seguro, el cuidador, el guardián de la fortaleza. Seguro era un hombre común: ni muy alto, ni muy forzudo, ni muy musculoso, pero eso sí, era responsable y, sobre todo, astuto; capaz de no dejar pasar ni siquiera al viento si le parecía que podía poner en peligro el castillo y a sus habitantes.

Un día, un mensajero del reino vecino llegó a la puerta por la que entraban los desconocidos y se paró frente a Seguro.

–Buenos días, me gustaría ver al Rey.

–¿Por qué asunto es? –preguntó Seguro mirando fijo al desconocido.

–Tengo un paquete de cartas para él.

–¿Cartas? De ninguna manera. El rey no tiene tiempo de jugar a las cartas.

–No, usted entendió mal, lo que traigo son cartas para que el rey lea, no para que el rey juegue. Son muy importantes. También traigo esta pulsera para que la muñeca de la princesa luzca como nunca.

–¿Pero usted cree que la princesa todavía juega con muñecas? Por favor, me parece

que va a tener que volver a su reino sin ver al rey.

–¡No, no! Es una pulsera que manda mi rey para que la princesa mayor de la familia luzca alrededor de su muñeca. Sucede que el hijo del rey quiere pedir su mano.



–¿Pedir la mano? De ninguna manera, la mano de la princesa está bien pegadita a su cuerpo, y por nada del mundo estaría dispuesta a cortársela –contestó Seguro–. Además la princesa se casará con alguien que la quiera enterita, tal y como es...



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